miércoles, 22 de abril de 2009

UN LUGAR, MUCHAS NOSTALGIAS

El olor nauseabundo emanado por las industrias revolvía mi estomago mientras un nudo de rabia y pena apretaba fuertemente mi garganta. No hacía más de 15 minutos que había dejado a mi novia en su casa, y que nos habíamos despedido para siempre. La Av. Lautaro entera había sido testigo de nuestro rompimiento; algo nos dividió irreconciliablemente y no logro saber qué fue. En otras ocasiones, luego de dejarla en su hogar y despedirnos con un beso y un suspiro cargado de dicha y proyecciones futuras, yo me internaba en las poblaciones para caminar y recorrer barrios desconocidos y ajenos, pero que sin embargo me aportaban una sensación agradable, de descubrimiento, de identidad, de sentimiento popular. Muchas veces encontraba caminos de tierra y piedra, que me hacían sentir alguien del pueblo, alguien con historia. De hecho, cuando el viejo puente aún cruzaba el Vergara, yo seguía ese camino y cruzaba el río caminando sobre esas viejas tablas repletas de memoria, que me llevaban a las faldas del Fuerte, donde tomaba el rumbo a mi casa. Ahora el puente no estaba, y yo tampoco tenía ganas de recorrer poblaciones ni de sentirme parte de nada. Sólo quería irme, no sé adónde, supongo que a mi hogar. Necesitaba salir pronto de ese lugar en donde hace poco había visto un rostro hermoso como siempre pero triste como nunca. Ya no había sido un beso el que sellaba una despedida rutinaria; ahora el suspiro había sido amargo y cargado de desdicha. El adiós era irreconciliable y sus lágrimas me perseguían como un atormentador fantasma. Salí a la carretera, como buscando el camino más corto, o como siguiendo inconcientemente un deseo de, quizás, terminar entre las ruedas y el asfalto de una vez con mi tristeza.


Una nube negra salía a mi encuentro, proveniente de las gigantescas chimeneas del parque industrial. Responsables del progreso y del crecimiento, esas moles también aportaban con contaminación y desagradables molestias, que en ese momento me parecían infinitas. Me hubiera gustado que una lluvia química y ácida hubiera caído desde aquella nube de humo sobre mí en ese momento, para desaparecerme de la faz de la tierra. Pero seguía ahí, caminando, con el llanto contenido y avanzando rápidamente mirando al suelo. No quería ver a nadie. No quería toparme con nadie conocido, con nadie que pudiera legar a esperar algún saludo de mi parte. Sólo caminaba. Al llegar al puente de cemento miré al río. Miles de pensamientos pasaban por mi mente. Ya no era solo ella, era todo y todos. Siempre había algo que impedía mi felicidad. Aunque crecí feliz junto a los otros niños de la calle O’Higgins, aunque gané concursos de poesía en la vieja escuela de madera de la E-1027, aunque sacaba excelentes notas en el C-68, siempre había algo que oprimía mi corazón. Ahora que esperaba ser feliz con ella, algo pasó y se me vinieron al recuerdo todas esas miradas de odio, de rechazo, de sarcasmo, que trataban de opacar en mi memoria a las caricias de mi familia y a los afectos de mis amigos.


Enredado con mis cavilaciones crucé el puente y seguí caminando. Debía doblar a la derecha para ir a mi casa, pero por alguna razón seguí caminando hacia el frente. Las hojas podridas del otoño se hundían bajo mis pies, sobre un pavimento incapaz de soportar los embates del barro y la lluvia que desmoronaban el padrón de tierra colindante a la vereda. Crucé Aníbal Pinto y El Palqui, crucé el Hospital y Alessandri, y no me detuve hasta llegar a la Alonso. Pero no era suficiente. Mi soliloquio seguía y mi caminar también. Eran las dos de la tarde y una brisa me llamaba. Los recuerdos, los lamentos, las alegrías pasadas me acompañaban en aquel viaje hacia ningún lado. De vez en cuando un camión me hacía levantar la vista, ya que el temor inconciente de terminar aplastado por los pesados troncos que llevaba como carga me obligaban a fijarme por donde iba. La vida, la muerte, la maldad, el destino de la especie humana habían reemplazado en mi pensamiento al llanto de mi ex novia. Ya no sufría por amor ni por mi mismo. Ahora un existencialismo desgarrador flotaba en mi conciencia.


Así, sin darme cuenta, caminé kilómetros. Tiuques y treiles pasaban por el cielo y yo deseaba ser como ellos. Libre y ajeno a la miseria de la razón humana. Casi no noté todos aquellos sitios que alguna vez albergaron mis veranos y que pasaban en mi camino. Ahora estaban abandonados, esperando nuevas épocas estivales que los hicieran revivir. Y llegué al Nicodahue, sabiendo de repente que en ese lugar debía parar. Era como si el tiempo no transcurriera, como si las estaciones no avanzaran y una brisa cálida me invitó a bajar a esas playas de arena blanca. Me quité los zapatos y caminé. Nadie más había ahí, pero no me sentía solo. Cientos de recuerdos invadían mi memoria. Mi niñez, mi adolescencia, todas las etapas de mi vida habían pasado por ese lugar. Mi familia, mis amigos, todos habían pisado esa misma arena alguna vez acompañándome. Por eso era tan importante para mí. La nostalgia se apoderó de todo mi ser y lloré. Lavé mi rostro con el agua de aquel río y caminé buscando la playa que hay unos cuantos metros hacia arriba. Y entonces lo vi. Aquel tronco de sauce, con el que me encontraba año tras año desde mi infancia, seguía ahí, encallado en medio del río sobre aquel banco de arena de siempre. Y cruzando las delgadas aguas que por alguna razón seguían siendo cálidas y bajas, me senté una vez más sobre su añosa madera.


Ahí, sentado en medio del río, sobre el tronco del recuerdo y de la esperanza, pensé en mi pasado, visualicé mi futuro, recordé a amigos que ya no están, imaginé la vida en compañía de mi hermano muerto hace tantos años. Mientras un extraño sol veraniego quemaba mi piel y me colocaba en un estado de somnolencia reflexiva, incapaz de moverme y solo pensando, algunos pájaros me sobrevolaron y una fresca y agradable brisa pasó por mi rostro. Contemplé el hermoso color verde de los árboles que me rodeaban, el intenso azul del cielo, y la tranquilidad de las aguas que corrían brillantes y transparentes. La naturaleza me acompañaba y me sentí parte de ella. Cerré los ojos. El sonido del agua me hizo pensar en lo realmente importante. La belleza, la vida, la omnipresencia de Dios. Yo estaba ahí, casi como en trance, sintiendo el poder de la madre tierra que tocaba mis hombros, como saludando de un apretón de manos a la percepción inmensa. Pensé en la poesía, en la frescura del aire que purificaba mi interior, en la música del agua, del viento sobre las hojas de los árboles, de las aves, de los insectos. En la esperanza.
Abrí los ojos y el mundo seguía ahí. Tal cual. Hermoso y listo para seguir entregándome sus frutos, y yo me di cuenta que nada era tan terrible. El futuro me pertenecía y no debía temer.


Estaba curado. La magia de un lugar que yo amaba, que me era mío y que me impregnaba su esencia, al que yo pertenecía como cada grano de arena, como cada madera sobre la playa, como cada ave y cada árbol, me había salvado y me había mostrado el poder de la tierra, el poder de nuestras raíces. Gracias Dios, por llevarme a ese eterno lugar.

viernes, 17 de abril de 2009

DESESPERADA DECLARACIÓN DE AMOR


Una angustia carcome mi interior
Mi cerebro se oprime y se derrite
Ya no se qué hacer con este secreto
Es hora que lo sepas, tú, la misma.

Tú, que sueñas con esos seres de colores
No estás tan sola como piensas
Estoy cerca, muy cerca
Y te quiero, niña estúpida
Tal vez no llegues a saberlo
Tal vez no lo llegues a entender
No te preocupes
También hay cosas que yo no entiendo
No entiendo a Hegel, por ejemplo
Apenas entiendo lo que otros dicen de él.
Pero ese es otro cuento
Lo que importa es que te quiero
Qué me importa que suene cursi
Ninguna verdad es indigna.

Te quiero niña estúpida
A pesar de tu indiferencia
Quizá por ello te quiero más aún.

Te quiero niña estúpida
Entiendes lo que te digo?
Al diablo con la doble contingencia
Te estoy diciendo que te quiero.

Mi alma ya no me pertenece
Mi mente se ha ligado a lo que tú haces
Mi vida ya no es mía, no
Mi corazón ahora es tuyo y no lo sabes
Te quiero, te quiero, te quiero
Lo grito al mundo en estas líneas
Te quiero, de verdad, a ti
Aunque nunca logres entenderlo.




2000